La leyenda del gran ladrón Reed Miller (II)

La leyenda del gran ladrón Reed Miller (II)
La leyenda del gran ladrón Reed Miller (II)NameLa leyenda del gran ladrón Reed Miller (II)
Type (Ingame)Objeto de misión
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DescriptionUn libro de entretenimiento muy popular en Nod Krai. Estas novelas baratas sobre Reed Miller no pertenecen a una misma saga, sino que cada una fue escrita por un autor distinto. La veracidad de su contenido es tan cuestionable como la calidad de su papel y su impresión.

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¿Quién es la persona de la que se enamoró a primera vista la joven que no creía el amor?

(Un libro de entretenimiento muy popular en Nod Krai que trata sobre la romántica historia del primer encuentro entre el gran ladrón Reed Miller y la señorita Leonita Prójorovna Trubetskaya, hija del gobernador. Aviso legal: los personajes y hechos retratados en esta obra son completamente ficticios. Cualquier parecido con personas —vivas o muertas— o hechos reales es pura coincidencia.)

Leonita Prójorovna Trubetskaya, el ojito derecho del gobernador de Nod Krai, se dirigió al comedor acompañada de su sirvienta. Aunque por dentro estaba muy intranquila, siguió caminando de una forma elegante. Al fin y al cabo, una señorita siempre debe mantener la compostura.

Hoy le interesaba especialmente el periódico matutino. Si su intuición era correcta, hoy era el día en el que el gran ladrón Reed Miller publicaría su carta de aviso de robo. La joven pensó que tal vez ya había descifrado el modus operandi de ese cuervo escurridizo. Aun así, no pudo evitar enfurecer solo de pensar que ni los hombres de su padre habían podido atrapar su sombra: “¡Hum! Ya lo verás, ¡voy a atraparte!”.

Hoy su padre parecía leer el periódico durante más tiempo de lo habitual. Leonita engulló la tostada de un bocado y le preguntó con total serenidad:
“¿Alguna noticia interesante, padre?”.
“Humm... nada de lo que tengas que preocuparte, querida Nita”, respondió el duque Trubetskói. Dejó el periódico a un lado y le dijo a su hija con una sonrisa: “Dile al joyero que pase”.

Tan pronto como dio la orden, un sirviente pelirrojo condujo hasta la estancia a una persona que llevaba un estuche de joyas. El duque apenas le echó un vistazo antes de indicar que le diera el estuche a su hija. Fue entonces cuando vio en el rostro de Leonita un destello de sorpresa: “¿Acaso pensabas que había olvidado tu cumpleaños? En el baile de dentro de tres días, mi pequeña Nita será la joven más radiante de Snezhnaya... no, de todo Teyvat. Vamos, ¡pruébatelo para que lo vea!”.

Leonita sacó obedientemente un collar del estuche y se lo probó. Era evidente que lo habían fabricado en Fontaine. El diseño y el tallado eran inconfundibles, y la gema del centro tenía un color incluso superior a las mejores piezas de Natlan. “Aunque me adelante un poco, como tu padre, debo ser el primero en decírtelo: cariño, ¡feliz cumpleaños!”, exclamó el duque, tras lo que observó el collar y añadió:

“Deberás llevarlo durante el baile, pues vendrán invitados muy importantes y quiero presentártelos”.

Por el tono serio de su padre, Leonita comprendió de inmediato qué es lo que ocurría. Tras este cumpleaños, ya estaría en edad de comprometerse, y siendo hija del gobernador, su matrimonio no sería por elección propia. Seguramente se casaría con el hijo de alguna persona influyente de Snezhnaya. Esa era justamente la razón por la que Leonita no creía en el amor; de nada servía creer en algo que no podía decidir por ella misma. El cariño que su padre le tenía no solo se debía a su belleza e inteligencia, sino también a la obediencia y sensatez que, como hija adoptiva, demostraba. Tenía todo lo que su padre esperaba de una hija.

Aunque, naturalmente, esa solo era una de las diversas razones.

“Entendido, padre”, respondió ella. El duque le acarició la cabeza en señal de aprobación, recogió su sonrisa paternal y recuperó el gesto frío y temible de gobernador, para luego seguir ocupándose de sus asuntos oficiales.

Leonita lo observó salir con una ligera sensación de vacío en el pecho, que disipó con un suspiro para recomponerse. Ya era hora de ocuparse de lo importante. Agarró el periódico de la mesa y... ahí estaba: en la portada, una carta decorada con plumas negras.

Excelentísimo señor gobernador:
En la noche sin luna de dentro de tres días, su tesoro será mío.

Gracias por su generosidad.
Atte.: Reed Miller

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“¿Y bien? ¿Puedes distinguir quién es quién?”.
El joyero llegado de Fontaine miraba con asombro a los dos sirvientes pelirrojos que salían del vestidor. Claro, que solo uno de ellos era el auténtico segundo sirviente del palacio del gobernador.
“El de la izq... Eh... No, ¿el de la derecha? No, no... Humm... ¡Sí, el de la derecha! Yo... yo digo que es el de la derecha”.
“¿O sea que lo está diciendo al azar?”, refunfuñó el sirviente de la derecha, algo molesto.
“¿Está usted segura? Si se equivoca, esta noche lo pasará muy mal”, la provocó el de la izquierda.
“¡El de la derecha!”, insistió el joyero, tratando de sonar seguro, aunque el sudor en su frente lo delataba.
El sirviente de la derecha soltó una risita y empujó al otro hacia el joyero: “¡Te equivocaste! Este es tu verdadero enamorado”.
“¡Hum! ¡No fuiste capaz de distinguirnos!”.
“Eh... yo... ¡quería decir que el de la derecha era el falso!”.
“¡Serás...!”.
“Jajaja, vamos, no olviden que nuestra misión es hacer que lo verdadero parezca falso. Si ni siquiera su enamorada puede distinguirnos, entonces esta noche la infiltración será pan comido”, intervino Reed Miller, disfrazado de sirviente, para calmar la situación.
“Pero ¿no será demasiado arriesgado que vayas tú solo? Si algo sale mal, no habrá nadie para cubrirte...”, preguntó con preocupación el auténtico sirviente.
“No pienso perder a ningún otro compañero ladrón de tesoros”, respondió Reed Miller con seriedad. “Además, la parte más peligrosa ya la cumpliste: infiltrarte en el palacio del gobernador. Vayan tranquilos a Fontaine, allí también necesitan la ayuda de nuestra organización”.
El sirviente y el joyero intercambiaron una mirada, y luego le dijeron con un tono serio: “¡Juramos robar toda la miseria de este mundo!”.

Reed Miller los vio alejarse y, girando sobre sus pasos, caminó hacia el palacio del gobernador, teñido de rojo por el atardecer. El duque Trubetskói había logrado imponerse sobre los Ladrones de Tesoros gracias a su aterradora fortuna. Ni siquiera el ladrón más hábil del mundo podía contra una riqueza prácticamente infinita, con la cual podía contratar a los mejores guerreros, equiparlos con armas de primera calidad y rodearse de veteranos estrategas. Podía incluso hacer que la ley guardara silencio, enterrando cualquier posible rebelión bajo una tumba de arena dorada.

Nadie sabía con certeza cuánta riqueza acumulaba; y lo más irónico era que nadie parecía interesarse en saber de dónde provenía. Reed Miller sonrió para sí: ahora él ya conocía la respuesta. El secreto estaba en el Molino Sampo, una reliquia capaz de otorgar riquezas sin fin, escondido en el mismísimo palacio del gobernador. Todo gracias a la investigación del sirviente pelirrojo, al ojo experto del joyero... y, por supuesto, a la señorita que cumplía años.

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El periódico que publicó la carta de aviso de Reed Miller se agotó en un abrir y cerrar de ojos. En los días siguientes, toda Nod Krai quedó sumida en la expectación por el baile de cumpleaños de la hija del duque. Claro que, en realidad, no era a Leonita a quien esperaban con tanto entusiasmo, sino al enfrentamiento inminente entre el gran ladrón y el gobernador.

En el palacio de este se respiraba la tensión. Una y otra vez se inspeccionaba la identidad de todos y cada uno de los invitados; después de todo, Reed Miller era un maestro del disfraz. Muchos distinguidos huéspedes de Snezhnaya fueron acomodados por adelantado en las habitaciones de invitados. Leonita hojeó la larga lista con los nombres y títulos de los asistentes: barones, hijos de condes, nuevos ricos de la corte, familias apreciadas por el Zar... De pronto, el collar que la joven llevaba en el cuello le pareció tan pesado como unas cadenas.

Leonita decidió salir a caminar por el jardín.

“Mamá, ¿esa es la hija del duque?”.
“Así es”.
“Pero... ¿es humana? Porque el duque no lo es”.
“Es solo su hija adoptiva”.
“Qué raro. ¿Por qué adoptaría a una humana una persona tan ilustre como el duque Trubetskói?”.

Una elegante mujer a quien Leonita nunca había visto cuchicheaba bajo la galería junto a su hijo. Al notar la mirada de Leonita, se dio la vuelta y se marchó.

Sin embargo... Tenía razón: ¿por qué adoptaría a una humana una persona tan ilustre como el duque Trubetskói?
“Cierto, ¿por qué adoptaría a una humana una persona tan ilustre como el duque Trubetskói?”.

Leonita se quedó helada al escuchar los murmullos que acababan de cruzar por su mente. Miró a su alrededor, pero el jardín estaba vacío. ¿Habría sido solo su imaginación? Con un suspiro, se encaminó hacia la cámara secreta en lo profundo del palacio del gobernador. Era la hora de su tratamiento de nuevo. Cada sesión la dejaba exhausta, pero desde niña había soportado todo sin quejarse. Jamás permitiría que su padre sufriera vergüenza por su culpa.

Sin saber por qué, le vino a la memoria aquella voz que había oído en el jardín.

Era una voz cálida, como una hoguera en pleno invierno: roja, brillante y con el calor suficiente para derretir la nieve.

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Desde que cayó la noche, los invitados al baile fueron llegando sin parar. Ni siquiera Leonita no podía contener los nervios. Durante toda la velada, no faltó quien la invitara a bailar, pero al final no recordó ni uno solo de sus nombres.

“Diez... nueve... ocho...”. La medianoche estaba por llegar, y todas las miradas se volvían hacia ella. Ese joven “nuevo rico” de la corte estaba junto a su padre, mirándola fijamente... o quizá fijándose en la enorme gema que colgaba de su cuello. “Seis... cinco... cuatro...” Ni ella misma sabía qué estaba esperando realmente. ¿Su cumpleaños? ¿O algo más?

“Tres... dos...”.

¿Eh? Desde hacía unos momentos, Leonita sentía como si todos a su alrededor estuvieran envueltos en una burbuja plateada que se iba volviendo cada vez más luminosa. A veces, un resplandor plateado recorría su propio cuerpo. Su padre siempre le había dicho que se trataba de una enfermedad, algo que solo podía curarse con un tratamiento constante, un defecto propio de los humanos...

“¡Uno!”. La gema de su collar se desprendió y cayó al suelo con un “cling”.

En ese instante, la luz plateada pareció tragarse el mundo. Todo a su alrededor quedó en un silencio tan frío como una noche de nieve. Leonita se quedó inmóvil, sintiendo que su pulso latía al compás de ese flujo luminoso, como si un hilo invisible tirara suavemente de su corazón. Debería haberse apartado... pero sus pies parecían sujetos por una presión suave y cálida. ¿Qué era aquello? ¿Magia? ¿El destino? ¿O quizá esa emoción que siempre había negado, esa que arde con solo acercarse? El tiempo pareció detenerse, y las personas desaparecieron de su campo de visión. Una cálida tonalidad roja corrió hacia ella:

“¡Señorita, está usted en peligro! Por orden del gobernador, ¡venga conmigo!”.
“Lo que me ordenó mi padre fue... No, espera. Tú no vienes de parte de mi padre. Tú eres... ¡Reed Miller!”.
“Es urgente, el gobernador me pidió que...”.
“Dicen que eres un ladronzuelo muy hábil, ¡pero yo solo veo a un descarado embustero!”.
“Vaya... Es usted una señorita muy perspicaz”.
“Hum, mi padre ya puso una trampa perfecta. No podrás escapar”.
“Esa ‘trampa perfecta’ está vigilando el Molino Sampo que hay en la cámara secreta, ¿verdad?”.
“Humm...”.
“Ya lo dejé claro en la carta de aviso: esta noche, el mayor tesoro del gobernador será mío. El Molino Sampo es una buena pieza, sí... pero está lejos de ser el mayor tesoro”.
“Espera, estás diciendo que... ¿vas a robarme a mí?”.
“Exacto, mi inteligente y encantadora señorita”.
“¡Hum! Soy la hija del duque Prójor Trubetskói. Decir que eres el mayor enemigo de mi padre no sería exagerar. ¡No voy a dejar que me secuestres!”.
“Ah, ¿sí? ¿De verdad eres la hija del duque? Entonces, dime, ¿por qué una persona tan ilustre como él adoptaría a una humana?”.
“...”.

La luz plateada, los tratamientos, el Molino Sampo, la inagotable fortuna de su padre... ella, una hija adoptada. De golpe, Leonita entendió todo. Ella era la fuente de esa riqueza; cada uno de esos supuestos “tratamientos” no era más que un ritual para que el Molinillo crear diamantes infinitamente. En el fondo, siempre lo había sabido... pero se negaba creerlo.

“Ah, casi lo olvido. En el último momento, activé un pequeño truco escondido en el diamante. Menos mal que no he llegado tarde”. Reed Miller se quitó el disfraz de sirviente pelirrojo y, inclinándose hasta el oído de la señorita, susurró:
“¡Feliz cumpleaños!”.

El resto... bueno, esa historia todos la conocen. Reed Miller saqueó todos los tesoros del palacio del gobernador, y la joven señorita, al verlo por primera vez sin disfraz, se enamoró al instante. Renunció a todos sus privilegios nobiliarios para seguir al ladrón y recorrer el mundo junto a él. Algunos dicen que la leyenda de Reed Miller no es más que un cuento inventado, pero eso es como quien nunca ama y asegura que el amor no existe: solo lo dice porque jamás ha sentido el instante exacto en el que el amor se planta enfrente de sí mismo.

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