Las mil noches (IV)

Las mil noches (IV)
Las mil noches (IV)NameLas mil noches (IV)
Type (Ingame)Objeto de misión
FamilyBook, Las mil noches
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DescriptionUna antología de relatos compilada por un erudito itinerante que viajó por la selva, el desierto y la ciudad en la época de la gran catástrofe. Dicen que la obra original contenía una infinidad de cuentos, pero lo que nos ha llegado hasta hoy no es más que una pequeñísima parte.

Item Story

El cuento del erudito

Érase una vez, un erudito que pecaba de soberbio, falta común entre hombres de letras, pero él mismo no destacaba entre el resto de sus colegas, y eso siendo amables con él.
El conocimiento es, después de todo, como una fruta. Y si él no podía hincarle el diente mientras está jugoso y en su punto, el resto sabría para él como el dulzor de la fruta pasada.
(“Tiempo, tú eres mi odiado enemigo”, se decía el joven erudito, “más incluso que mis odiosos colegas”.)
Ay, pero características innatas como la pereza y la falta de disciplina son difíciles de cambiar. Y así, los años se sucedieron uno tras otro mientras veía a sus “odiosos colegas” llevarse gloria y reconocimientos, mientras que él se quedaba con las cicatrices de los años pasados en vano.
Puede que fuese una broma del destino, pero el protagonista de nuestra historia un día encontró por casualidad la forma de hacer realidad uno de sus deseos.
“El tiempo es injusto aunque no lo parezca. Si soy menos agudo que otros es por culpa del tiempo, no por falta de talento...”, pensaba el erudito, ya no tan joven. “Ahora que tengo una oportunidad, debo aprovecharla bien”.
Y así le pidió este deseo al genio herido: “Quiero que el tiempo sea justo... para poder escribir mejores tesis”.
El genio comprendió en seguida lo que quería. “Todo en la vida tiene un precio”, le avisó.
“Claro, y yo ya he pagado parte de él”, se encogió de hombros el erudito. “Mis años de juventud se me escurrieron entre los dedos en persecuciones vanas. Llegados a este punto, ya no deseo la felicidad que la gente común anhela, sino dejar un legado que conmueva el mundo y que mi nombre sea alabado por generaciones futuras. No quiero que mi trabajo se guarde con deleble tinta sobre el perecedero papel, sino que quede grabado en piedra. Para que, pasados milenios, las marcas que dejé en este mundo sigan presentes... Así tendré la justicia que se me debe y prevaleceré sobre el tiempo”.
“Si insistes”, dijo evasivamente el genio, y cumplió el deseo del erudito según lo prometido.
En retrospectiva, sería debatible si ese era de verdad un genio o algún ente maligno disfrazado, pero dejemos eso a un lado. El erudito, con su deseo cumplido, notó cómo todo lo que lo rodeaba se volvía más lento, excepto su pensamiento.
“Estupendo, estupendo. Ahora la agilidad mental dejará de ser un problema”, pensó al principio, lleno de satisfacción. Ahora que tenía un colchón monetario, podía sopesar detenidamente las cosas. Apenas podía llevarse la mano a la frente en el tiempo que tardaba en caer un grano de arena en el reloj, pero su mente había podido galopar sin freno desde la selva hasta el desierto, desde las vastas llanuras hasta la tundra helada. Maldijo que las hojas de los libros no pudieran desplegarse juntas, sino que tuvieran que pasarse una a una, y aunque lo hicieran, sus ojo tampoco podrían moverse tan rápido como su mente quisiera. Durante el tiempo que su vista se posaba sobre una palabra, su mente había agotado todo el vocabulario relacionado con ella y todo lo que pudiese imaginarse con ese vocabulario.
“Pienso demasiado, pero no escribo bastante”, pensó el erudito. “Debo usar la retórica más refinada para escribir la tesis con el mayor rigor académico”. Pero cuando terminó de escribir la primera palabra con su mano, en su mente ya había escrito toda la tesis. Así que no le quedó otro remedio que irse dictando el contenido mientras lo repetía una y otra vez en su mente y lo iba refinando a la vez. Pero todo este progreso fue imaginario, pues su mano derecha apenas había alcanzado a escribir siete palabras.
Y así, su gran obra, que tendría que haber usado el léxico más exquisito y la lógica más irrefutable en sus exposiciones, quedó arruinada por sus propias limitaciones físicas. Cada parte lucía confusa e inconexa, como si alguien hubiese hecho pedazos la página y luego la hubiera vuelto a pegar descuidadamente. Y las palabras que estaban conectadas parecían haber sido escogidas al azar de un texto completo y pegadas sin ton ni son, de modo que nadie podía entender qué relación guardaban entre sí.
En una noche sin estrellas, el erudito encontró la fuerza para abandonar su estudio y completar un éxodo como de cien años hasta el jardín de abajo.
“Quizás hablar sea más directo que escribir”, pensó, aferrándose a un hilo de esperanza. Pero como era de esperar, sus órganos vocales no podían mantenerse a la par de sus giros de pensamiento, de modo que cada sílaba le salía rota y entrecortada, como si hubiese cambiado de opinión varias veces antes de pronunciarla, y su discurso sonaba como meros quejidos y balbuceos.
“¡Pobre viejo! Parece que lo han poseído”, decían los jóvenes bien vestidos con expresión de lástima, “pero al menos le queda la luna”.
Luego se marcharon, dejando al erudito solo en el jardín iluminado por la luna, encerrado en la jaula de su propio cuerpo. Aburrido de muerte, empezó a recordar todas las historias que alguna vez leyó...

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